La gente que rompe las barreras del silencio

En Tucumán, distintas personas con alguna discapacidad encaran la defensa de sus derechos culturales que debería haber asumido el Estado.

Se llama Paula Herrera, es hipoacúsica de nacimiento (hipoacusia neurosensorial bilateral profunda, aclara), y es uno de esos casos de superación personal y de compromiso social cuya historia vale la pena contar. Una historia que tiene por lo menos tres destinatarios principales: los papás de chicos con problemas auditivos; las maestras, y las autoridades provinciales del área educativa, por acotar un campo del aparato del Estado.
Paula tiene 32 años y dos hijas; esta semana fue noticia porque impulsó la donación de un aro magnético al Centro Cultural Virla, de la UNT por parte de la Mutualidad de Hipoacúsicos. Ahora, los hipoacúsicos que usan audífono podrán escuchar un concierto o un recital; asistir al teatro o ver una película hablada en español, en el Virla, en el Rojas de Aguilares o en el Teatro Alberdi. En 32 años, Paula se había perdido todo eso, hasta que descubrió ese aparatito (diseñado y fabricado en una fábrica danesa fundada por hipoacúsicos), que le permitió zambullirse en el mundo del arte; en el mundo de los sonidos. Pero la joven decidió que no le alcanzaba con disfrutar sola, y que quería que su caso, el de la superación de una discapacidad, fuera un mensaje para una sociedad que no siempre es generosa para con las personas con capacidades diferentes. Que lo digan, si no, las mujeres de Down is UP, (nuclea a familias con hijos que tienen síndrome de Down) que pelean para que las instituciones -educativas y obras sociales- les reconozcan a sus hijos el derecho a tener una vida integrada al resto de la comunidad.
De vuelta a Paula, ella cuenta: “me acuerdo que mi mamá, cuando yo no usaba audífono, me hablaba al oído. Me iba relatando la vida cotidana, y me dibujaba las cosas para que yo las visualizara. A los tres años empecé a usar audífono. Y mi mamá me insistía en que yo lo usara todo el tiempo. Cuando entré a primer grado, hablaba poco y mal. La maestra le dijo que me mandara a una escuela especial, pero mi mamá acordó con ella: “le demos un tiempo”. Y fui una de las primeras en el grado que empezó a leer. Yo les insisto a los padres : 1) que traten de incluir a sus hijos en escuelas “no especiales” (comunes); y 2) que los hagan usar el audífono desde chiquitos, y en forma permanente”.
En Tucumán, a los padres de chicos con discapacidades les cuesta encontrar asientos para sus hijos en las escuelas. Un argumento es que las maestras integradoras (que deben acompañar de cerca el proceso de aprendizaje del chico) “son caras”; y que las docentes responsables de todo el grado “no están capacitadas para contener a un chico especial”. Ese planteo muestra la inversión del problema: el Estado le pide a la familia que se haga cargo de lo que en realidad es su deber. Hace unos años, otra mujer como Paula, la psicóloga Sara Keter (que se desplaza en silla de ruedas) logró por vía judicial que la UNT instalara ¡una rampa para discapacitados! en el Virla, que sólo tenía escaleras. Ahora, el aro llega al mismo espacio cultural por impulso de una “damnificada”, y no por iniciativa de las instituciones del Estado. Paradojas de una sociedad que tiene cada vez más leyes dedicadas a la promoción de los derechos de las personas con distintas discapacidades: las instituciones, el Estado (en toda su extensión) actúan por reacción, jaqueados por aquellos que han decidido hacer valer sus derechos. Eso sí es un avance.
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